No recuerdo haber tenido noción de la muerte siendo niño. Quizás ocurrió, pero mi sensación durante años es que en mi familia no se nos había muerto nadie. No conocí a mis abuelos paternos. Y a los maternos he tenido la fortuna de conocerlos y disfrutarlos hasta su vejez. Así que el mundo fue para mí una constante de personajes hasta que a los 12 años murió mi bisabuela. En algún momento supe que esa sensación de haber estado a salvo de la muerte era una deuda que en algún momento habría que pagar.
La presencia de la muerte en los últimos años ha sido cruda y concreta. Se fueron mis abuelos, ya ancianos, y sobre todo se fue mi padre, un dolor del que es imposible desprenderse. Y ayer la muerte se convirtió en tema de conversación con una interlocutora inesperada.
Volvíamos una tienda en la que vimos un edredón. De vuelta a casa, mientras preparábamos la cena, comenté “no me compraré un edredón tan caro hasta que la perra se muera”, hartos como estamos de no ser capaces de evitar su peluda presencia a los pies de nuestra cama. Y de pronto, sin que hubiéramos reparado en que escuchaba la conversación, nuestra hija pequeña saltó como un resorte y empezó a preguntar:
– ¿Golfa se va a morir?
– Algún día, pero queda mucho para eso.
– Yo no quiero que se muera.
– Yo tampoco, pero todo el mundo se muere.
– ¿Nosotros también?
– Sí. Todo el mundo.
– Yo no me quiero morir. – Y entonces estalló.
Ver a mi hija de tres años construir no sólo el pensamiento, sino las consecuencias de la muerte fue demoledor. Verla aterrorizada e inconsolable. El vértigo y el horror de la nada. La certeza de la incertidumbre. La búsqueda de pretextos y de un consuelo. La necesidad de respuestas. La indignación y la exigencia. Las mismas reacciones de cualquiera que por un momento soslaya el gran tabú y asiste con pasmo a las mismas conclusiones, sin recordar nunca que ya hubo una primera vez. Esa primera vez que dijimos, con simpleza desnuda e irreprochable “yo no me quiero morir” y lloramos por ello.
A Isabel le pasó con tres años y luego pudo dormir tranquilamente, con la insensatez de cualquier adulto.